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Violación, misoginia, masculinidad y la función de lo simbólico. (Parte I)
José Carlos López Iracheta
“La violación siempre es una metáfora, una representación de una escena anterior, ya producida y a la cual se intenta infructuosamente regresar. Es una tentativa de retorno nunca consumada. Fantasía de consumación que, en rigor, acaba en una consumición. Consumición que pone en escena la saciedad, pero no la alcanza…”
- Rita Laura Segato
“un fenómeno solo resulta analizable si representa algo que no es él mismo”
Jacques Lacan
El cuerpo de la víctima ultrajada, violada, es en sí mismo parlante. Clama ante todo por justicia a partir de un vacío político y social que también exhibe un malestar cultural. Frente a la escena del crimen, y a diferencia de lo que provoca y significa en el luto de los familiares, lamentablemente ese cuerpo ya no dice mucho de sí, desde sí mismo, habla y apunta al perseguidor y a su mito privado en donde la víctima aparece precisamente como matable-violable; palabra y acto que se ha impuesto por la fuerza, territorializ(avasall-)ando el cuerpo de esa otra con un poder perverso. Parte del dolor y de la indignación social quizás tiene que ver con esto: con que el asesino-violador haya tenido la última palabra que decidió si esa otra vivía o moría, decisión soberana sobre ese pro-yecto, sobre esa ex–sistencia despolitizada y desocializada, sobre esa infancia que es cortada, víctima inscrita en una metamorfosis que va de un cuerpo que era para-sí mismo, a una corporalidad que es-para las manos caprichosas del asesino. La atrocidad y el daño en los cuerpos de las víctimas de violación sugieren en muchos casos un goce sádico y un odio extremo hacia la mujer, o a lo que el agresor se representa, fantasiosamente, como lo femenino monstruoso. Así es el cuerpo quebrantado parece conservar las huellas de la “verdad” o el fantasma que anida en el agresor.
Una ilustración alterna que Jacques Lacan utiliza para explicar el símbolo (registro u orden simbólico) en su conferencia Lo simbólico, lo imaginario y lo real consiste en plantear como posible punto de partida al “tumulto humano”, esto es, a la práctica humana de “rodear al cadáver con algo que constituya una sepultura, por mantener el hecho de que algo ha perdurado. El tumulto o cualquier otro signo de sepultura merece –señala el psicoanalista francés- muy exactamente el nombre de símbolo; es algo humanizante” (2005: 44); ¿Acaso no se trata en el asesinato-violación de una anti-sepultura (anti e inhumana por que exhibe más bien el desprecio por la vida del otro, la borradura de su rostro al contrario de su honra y de su memoria) pero que no obstante conserva el status de símbolo en la medida en que se ofrece a un Otro feroz que dicta la violación?, ¿Qué es aquello que el violador busca en su perduración, en esa teatralidad agresiva y escoptofílica?, ¿Es el acto de violación-asesinato ( incluso de la violencia que no termina en el asesinato) el intento de erigir un monumento a una masculinidad en medio de una cultura que suele articular y fijar lo masculino con otros significantes como: despliegue de fuerza, posesión, muerte, y desvitalización de lo femenino?
En octubre del 2018 la violación y el asesinato de una pequeña de 7 años de edad conmocionó particularmente a la sociedad chihuahuense. Esta disrupción se une al dato terrible según el cual Chihuahua ocupa el primer lugar en el número de violaciones por proporción de habitantes[1]. Esto debe llamar la atención para el despliegue de análisis multidisciplinarios del fenómeno. En lo que a esta nota respecta solo trataremos de señalar la dimensión simbólica y sintomática de una sociedad y una cultura sexualmente violenta en la que ha de pensarse al ofensor individual como un espejo, que bien puede refractar a las “masculinidades normales.” (Hacemos aquí una referencia directa al trabajo de Rita Laura Segato Las estructuras elementales de la violencia, 2003, particularmente el apartado: La estructura de género y el mandato de violación).
Señalemos junto con Segato la dimensión intersubjetiva de la violación, a “La galería de "acompañantes" o interlocutores en la sombra que participan de ese acto se incorpora a la vida del sujeto desde un primer momento y a partir de allí siempre es confirmada... Esas "compañías" silenciosas, que presionan, están incorporadas al sujeto y ya forman parte de él. Puede decirse… (que el acto del violador, su delito)…es intersubjetivo: participan otros imaginados.” (2003: 36) en esta medida hay que apuntar al afuera de esta producción subjetiva, a un Yo vasallo no de una prohibición superyoica sino atravesado (s/) por una sobre exigencia de ser congruente, de estar a la altura de una masculinidad que se homologa con la exuberancia de la fuerza y recurre siempre a la imposición; se trata pues, de exhibir un campo de producción social de masculinidades que se adhieren a cierta estructura desde el origen misógina. Solo de esta forma el violador y la hipermasculinidad han de aparecer en su carácter indisociable de la cultura en la que habita, pues “toda identificación objetiva exige ser comunicable, es decir que se basa en un criterio cultural; por lo general también es comunicada por vías culturales” (Lacan, 1978:27)
La dureza y la materialidad del asesinato-violación que hacen de la otra una cosa, bien podrían llevarnos a pensar que esa irracionalidad, que ese acto de barbarie o ese mal sería tan excesivo que sería indescriptible. En cierto modo es así, si consideramos que "la violación no puede visualizarse porque la experiencia, tanto en su dimensión física como psicológica, es interna. La violación ocurre adentro. En este sentido, es imaginada por definición y sólo puede existir como experiencia y memoria, como imagen traducida en signos, nunca adecuadamente objetivable" (Bal, 1991). Siendo así, una serie de conductas que expresan transposiciones de una relación simbólica de abuso y usurpación unilateral pueden entenderse como equivalentes y poner en marcha un mismo tipo de experiencia.” (Citado por Segato, 2003: 42). No obstante, esa transposición si es legible, descifrable porque también se reproduce como síntoma en nuestra contextura social, en la que la violación o los conatos de la misma se vuelven un crimen más común, agujero social y político del que surge una modalidad de ser en la mujer cuya estructura existencial es la de una pérdida de la seguridad, la del miedo y, por lo tanto, la de una exposición permanente al ultraje.
De acuerdo con Lacan “lo que distingue el símbolo del signo (consiste en) la función interhumana del símbolo” (2005: 31). En este sentido la expresividad terrible de los asesinatos-violaciones está fundada en otra escenificación. La violación está hecha para la mirada de otro. Según Segato ningún delito se agota en su finalidad instrumental, siempre hay un plus de fuerza o un excedente respecto a los fines meramente utilitarios o racionales: “Todo delito es más grande que su objetivo: es una forma de habla, parte de un discurso que tuvo que proseguir por las vías del hecho; es una rúbrica, un perfil…casi todos los delitos se aproximan en alguna medida a la violación, por su naturaleza excesiva y arbitraria” (Segato, 2003: 44)
Al acto violento le precede otro campo mitificado que da “coherencia” a dicha acción. La simbolización señala de antemano a un objeto perimido, en este caso la vida del otro, de su dignidad, su libertad, su alteridad, de su ser-amado-por-otros. Lacan señala que “el símbolo del objeto es justamente ese objeto. Cuando ya no está ahí, es el objeto encarnado en su duración…” (2005: 43), de esta forma podemos entender que la realización del asesinato y de la violación precisa de una enmascarada simbólica en la que se suspende desesperadamente esa otredad, es independencia, eso que no puede ser materializado fielmente y que escapa al totalitarismo de la conciencia y la representación. Por contradictorio que parezca, en el asesinato se trata de un fracaso del poder: “El homicidio ejerce un poder sobre aquello que se escapa al poder…Yo solo puedo querer matar a un ente absolutamente independiente, a aquel que sobrepasa infinitamente mis poderes. (Levinas, 2006:212) ¿No es en su nivel más cotidiano la misoginia también un fracaso y, en esa medida, la frustración de una masculinidad avasalladora pero profundamente débil?
“El sujeto alucina su mundo” señala Lacan, “Las satisfacciones ilusorias del sujeto son evidentemente de un orden distinto del de sus satisfacciones, que encuentran su objeto en lo real puro y simple. Nunca un síntoma mitigó el hambre o la sed de manera duradera…” (Lacan, 2005: 20) Esta lectura del tipo de registro en el que el Sujeto se mueve en lo social coincide con algunos señalamientos de Segato, especialmente aquel en donde la violación participaría de un telón de fondo simbólico. Lo anterior nos permite entender también escenas no-sexuales: “…como emanaciones de ese terreno simbólico y su ordenamiento. Eluso y abuso del cuerpo del otro sin su consentimiento puede darse de diferentes formas, no todas igualmente observables.
Hablaría entonces, en primer lugar, de lo que podríamos llamar "violación alegórica", en la cual no se produce un contacto que pueda calificarse de sexual, pero hay intención de abuso y manipulación indeseada del otro.” (Segato, 2003: 40), esta “violación alegórica” me parece es digna de atención, ya que es la que circula con mayor libertad en lo cotidiano. Sin embargo, en esta primera parte, hay que matizar la referencia lo simbólico y lo escópico que nos permiten entrever que el discurso de los violadores (Segato cita datos tomados de entrevistas a violadores), por lo regular indica una tercera posición, a lo que se puede denominar como “un mandato de violación”. Al margen o como complemento de la lectura psicopatológica y bilógica, preguntemos ¿De dónde proviene es ese imperativo? Desde el gran Otro en su papel social o cultural. Por más hiperbólico que parezca, se trata de un imperativo “planteado por la sociedad, (que) rige en el horizonte mental del hombre sexual mente agresivo por la presencia de interlocutores en las sombras, a los cuales el delincuente dirige su acto y en quienes éste adquiere su pleno sentido. Y el mandato expresa el precepto social de que ese hombre debe ser capaz de demostrar su virilidad, en cuanto compuesto indiscernible de masculinidad y subjetividad, mediante la exacción de la dádiva de lo femenino…” (íbidem, 33).
Esto también pone de manifiesto la fragilidad de lo masculino, o al menos la incapacidad de erigirse como tal por otras vías, en este caso legales y aquellas que no incluyan el avasallamiento y la mutilación de lo femenino. La “única opción” para el violador y las masculinidades que se precipitan bajo ese mandato, detentan para sí medios violentos tras lo que se ha de erigir (nacer) “lo verdaderamente masculino”, en este sentido “…el sujeto no viola porque tiene poder o para demostrar que lo tiene, sino porque debe obtenerlo.” (íbidem, 40)
Ahora bien, así como en un horizonte de auto-comprensión hipermasculino, el Sujeto se sitúa frente a su “objeto”, también el objeto ha de encontrase en un cierto lugar. La violación y su imaginario parecen ser el intento de una inmovilización de lo femenino, es decir, de que “eso” permanezca en su lugar. Segato nos dice que las violaciones sugieren una triple referencia de ese delito:
- “Como castigo o venganza contra una mujer genérica que salió de su lugar, esto es, de su posición subordinada y ostensiblemente tutelada en un sistema de estatus.” (íbidem, 31) Se trata fundamentalmente de un abandono de un cierto lugar en el que es situada la mujer genérica, o de indicios de transgredir cierta jerarquía. La violación aparece aquí justificada como un acto eminentemente masculino que ordena y disciplina los cuerpos; se trata de una torsión absoluta de lo que es “justo”, pues justo en este contexto es “poner a la mujer en su lugar”. En este universo fálico en el que solo existe el derecho viril, toda mujer que transgreda ese orden es una mujer violable, no solo físicamente sino también metafóricamente. El imperativo en todo caso es el de dominar aquello que al interior de ese universo ha transmutado en un exceso ingobernable, no-situable.
- “Como agresión o afrenta contra otro hombre también genérico, cuyo poder es desafiado y su patrimonio usurpado mediante la apropiación de un cuerpo femenino o en un movimiento de restauración de un poder perdido para él” (íbidem, 32) En este caso el cuerpo-mujer, constituye un mensaje para otros varones. Hay actos de abuso que no se cierran en la invasión sexual, no obstante, exhiben que se trata de un acto que reviste fundamentalmente imposición y dominio como recuperación del poder o de dignidad, “actos performativos de soberanía que requieren la derrota psicológica y moral del otro…” (Franco, 303)
- “Como una demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, con el objetivo de garantizar o preservar un lugar entre ellos probándoles que uno tiene competencia sexual y fuerza física”. (Segato, 2003: 33) Con esto Segato señala al horizonte mental en el que se desplaza el violador. Aunque esta demostración de fuerza es más común en las pandillas, la cuestión aquí es que la agresión esparce su significancia siempre en sus interlocutores, esto es, en su dimensión comunitaria; “la violación es un discurso para-otros.” Se trata de un (des)orden social en el que la restauración del status de los hombres siempre esta mediado por el sometimiento de la mujer.
Finalmente,
hablar de ese escandaloso dictado o imperativo a la violación implicaría
entender al Edipo freudiano no como un mera especulación que procede de un
campo discursivo pansexualizado, sino “como una estructura que permite
esclarecer lo cotidiano “ (Luterau,
2019: 52 ), estructura que rinde cuenta de eso que está vedado a la conciencia,
en este sentido del Otro social que es incorporado en la subjetividad y, por lo
tanto, de la instauración de la Ley (en este caso violenta y tanática en el
marco de una normalización, heroificación y espectacularización de la crueldad
y de la misoginia), de esa “sumisión primera, que permanece, estructuralmente,
siendo primordial” (Rozitchner, 1982: 48) . Si la "Masculinidad"
representa…una identidad dependiente de un estatus que engloba, sintetiza y confunde poder sexual, poder social y
poder de muerte.” (Segato,
2003: 37) preguntemos pues, ¿En qué otras dimensiones esa masculinidad queda de
manifiesto?, ¿En qué otros gestos es reconocible esa síntesis de poder social y
sometimiento o exclusión agresiva?, ¿Cómo prevenir ese anudamiento?, ¿Es
posible reconocer el feminicidio como un “campo sintomático en el que lo
sintomatizado (la misoginia) representa la textura oculta de la organización
social (Cohen, 1978: 20)?
[1] http://jornadabc.mx/tijuana/18-02-2018/chihuahua-primer-lugar-nacional-en-numero-de-violaciones-por-proporcion-de