Lo que dice Juan de Pedro “Filosofía y felicidad como prácticas políticas”

Por: José L. Evangelista-Ávila

Siempre he considerado que la carta de Epicuro a Meneceo es una de las más bellas invitaciones a la filosofía. Sus primeras líneas proponen la filosofía como tarea de jóvenes y mayores pues, en su práctica, se encuentra el acceso a la salud del alma, esto es, nos propone la filosofía como un acceso a la felicidad.

Practicar filosofía, entre los griegos, era algo especialmente propio de los ciudadanos. En medio de las implicaciones no siempre positivas de lo que eran los ciudadanos griegos (excluían a esclavos, extranjeros, mujeres y jóvenes), quisiera rescatar que dedicarse a la filosofía, en general, implicaba una práctica de hombres libres y, en este sentido, la práctica de la filosofía es un acto de libertad (de ahí que en 2011 la UNESCO publicó el libro “La filosofía: Una escuela de la libertad”).

Hoy, por desgracia, la filosofía ha dejado de considerarse como una acción por la felicidad y la libertad para devenir un espacio destinado a personajes tristes o el lugar en el cual se descubren las miserias humanas. En este sentido, se asume que su práctica es displacentera y próxima a las ataduras de la pesadumbre. El diagnóstico venido de la práctica filosófica, en todo caso, se interpreta como negativo y se opta por evadirla para ganar algunas cuotas de supuesta alegría. Este proceder es tan absurdo como evitar la visita al médico porque al negarnos al diagnóstico nos negamos a la enfermedad, en cualquier caso, sólo se perpetúa y agrava el padecer.



Huir del diagnóstico, antes que evitar la pesadumbre, es negarse a su reconocimiento. Así, la pesadumbre continuará y nuestros esfuerzos, que pudieran ser por superarla, serán un intento por engañarnos. La negación pretende ocultar, en lo más profundo de lo propio, aquello ante lo cual quisiéramos permanecer ciegos. No obstante, lo que hemos ocultado, como la siembra, se manifestará en diversas flores de pesadez y desesperación. Dichas flores crecerán en mayor proporción según lo sean nuestros intentos de enterrar su presencia y el uso de placebos al modo de fertilizantes. Es cuando verdaderamente permanecemos esclavos, atados a una infelicidad que nos exige burdos placeres y consumo para intentar negar el pesar. Tal es, en gran medida, nuestra condición actual.

Los índices de depresión y la tendencia a su aumento entre la población mundial son notorios en las últimas fechas. En el ámbito local, esto se refleja en el preocupante nivel de suicidios en la entidad. Frente a dicha situación, las opciones que se nos brindan, antes que un auxilio, parecen incrementar el problema. En estas condiciones es cuando debemos asumir la felicidad como un asunto de dimensiones políticas. Sin embargo, esta dimensión política no viene dada (solo) por tratarse de un asunto de salud pública sino por la forma de relación que se da entre la ciudadanía con las estructuras que le dominan.

Las opciones que se nos dan en la medicina y formas de superación personal, coaching e incluso ciertas prácticas supuestamente religiosas, incrementan un problema que se niegan, sistemáticamente, a reconocer. En el caso de la medicina, aunque se atacan los síntomas, queda fuera de su alcance parte del problema. Así, una cultura que genera condiciones para el surgimiento de la depresión permanece intacta, para generar y aumentar la depresión que los medicamentos intentan paliar. Luchan, como un salvavidas, por mantener fuera de peligro y secos a personas que no pueden sacar del mar. En cualquier caso, si las formas de consumo son parte significativa del problema, el consumo de medicamentos, aunque ayuda ante los síntomas, también ayuda a mantener al sistema de consumo.

En el caso de la superación personal, coaching y supuestas prácticas religiosas (incluso propiamente religiosas, pero mal desarrolladas), el pretendido apoyo resulta un agravante al culpabilizar a las personas del mal que padecen y, sin más, les niegan toda posible salida aunque les brinden distractores. La depresión, dirán, sobreviene por la falta de esfuerzo, de deseo, de fe o de cualquier acción invocada a modo para promover su práctica y consumo. Consuma un libro más, un curso u otra actividad, en cualquier caso, consuma. Con ello, cierran el ciclo, pues no sólo dejan intacta la estructura que ha llevado a la depresión sino que abonan a ella al invocar, de nueva cuenta, el consumo. “Si en verdad lo quisieras…”, parecen decir al consumidor, “pero no quieres…” y, con voz muy tenue, casi imperceptible, sentencian, “y eso es tu culpa por no hacer/creer/desear/pagar lo suficiente”.

Quien ha quedado atrapado en los ciclos de estas falsas ayudas es culpabilizado de su malestar, mismo que intentará negar para eludir la culpa. Sobreviene entonces el autoengaño, para ello se internará más y más en la falsedad de esos placebos y, con ello, se internará más y más en los procesos que han desatado su depresión. Sin embargo, habrá aprendido a fingir una sonrisa.



En estos ciclos se muestra una de las dimensiones políticas de la felicidad y la depresión. Si en algún momento la acción política se cifraba en la construcción de los espacios donde las personas pudieran desarrollarse en libertad, esto suponía una exigencia a las estructuras políticas y sociales, hoy, por su parte, ajenos a la construcción de espacios sociales, la culpa recae sobre los individuos que son incapaces de adaptarse a una estructura que, por todos los medios, se acepta como buena e incuestionable. No se intentará cambiar una estructura sino cambiarse a sí mismo sin cuestionar esa estructura. Con ello, las condiciones sociales se perpetuarán, incluso si son dañinas, en la medida en que la ciudadanía intenta adaptarse, a toda costa. La ciudadanía buscará adaptarse, en medio de su pesar, a la opresión que sobre ella recae; antes que exigir las condiciones sociales que le permitan ser feliz. Los ciudadanos, culpables, intentarán cambiarse a sí mismos antes que intentar cambiar las condiciones políticas en que se encuentran.

Hoy, sea cuál sea y sea cómo sea la práctica política, en sus estructuras más profundas es incuestionable, incluso si eso supone la eliminación de lo humano que, incapaz de adaptarse, permanece sumido en depresiones. De este modo, la depresión juega un rol doble, por una parte revela la imposibilidad de existir y desarrollarse en las sociedades actuales, por la otra, en el manejo de la misma, es la vía en la cual se nos exige cambiarnos y mantener estas sociedades. El imperativo de felicidad que nos esforzamos por cumplir se convierte entonces en el imperativo por asumir como bueno el sistema que nos oprime, en la adaptación a esas condiciones destructivas y, sin más, a culparnos antes que cuestionar a nuestra sociedad. A estas alturas podemos decir que la política vinculada al consumo se ha vuelto tan hábil que es capaz de usar aquello que nos revela su mal funcionamiento para que apoyemos su crecimiento.

Ahí, entonces, se expresa la inconformidad esencial de nuestro tiempo y nuestras vidas con la filosofía: la filosofía, esa invitación a la felicidad, nos descubre cómo el imperativo contemporáneo de “ser felices” oculta una trampa y que preferimos, envueltos en esa trampa, mantener el sistema, sostener el problema y padecer infelicidad, antes que afrontar la posibilidad verdadera de la felicidad. De ahí el desprecio actual por una filosofía que no se reduce al consumo sino que implica compromiso consigo mismo antes que con una sociedad basada en el consumo. La medicación, aunque atienda, los síntomas, dejará intacto el problema social del cual surge la infelicidad; la superación personal, el coaching y otras prácticas, en el fondo nos culparán de no hacer lo suficiente por salir del estado al cual somos arrojados y dará la razón a ese sistema que nos ha colocado ahí.

Finalmente, la filosofía, será una vía para considerar la construcción de una felicidad una vez que se reconozcan esos aspectos que están mal en las estructuras, sin embargo, también nos cuestionará por aquello que hemos asumido del sistema. En efecto, quien ha aprendido a amar el dolor teme soltarlo, devendrá temeroso e infeliz. La filosofía, como invitación a la felicidad, puede arrebatarnos ese dolor que hemos aprendido a amar; que despreciemos el filosofar es señal del apego a ese padecer. Invitar a la filosofía, tanto como invitar a la felicidad, es una invitación a practicar otras formas de políticas y a renunciar a lo que nos ha encallado en el dolor, ¿seremos capaces de vivir tomando distancia de las seguridades del pesar?

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